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Por Rafael Labrada Díaz
El 11 de mayo de 1873, cae en combate contra el enemigo peninsular Ignacio Agramante y engrosa la larga lista de mártires de las luchas por la independencia de Cuba, colonizada por varios años por la corona española, empeñada en mantener sometida a la Isla.
Los mejores hijos de la Mayor de las Antillas, un día dijeron basta y comenzar a pelear por su total emancipación, porque le asistía ese derecho y había que conquistarlo con el filo del machete; con este empeño, el 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel de Céspedes se alzó en armas contra la metrópoli en su ingenio La Demajagua.
El héroe cubano fue secundado de inmediato por hombres de la talla de Antonio Maceo, Máximo Gómez, Ignacio Agramonte, sus esclavos y muchos más, quienes se mantuvieron diez años en el campo insurrecto, con una posición militar ventajosa.
Cuando el 11 de mayo de 1873 el Mayor General Ignacio Agramonte cae frente a sus enemigos en la manigua rdentora de Jimaguayú, el eco de sus hazañas había trascendido las inmensas llanuras camagüeyanas para llegar hasta los más disímiles parajes para poner en pie de guerra a todos los patriotas cubanos.
Educado en los mejores colegios de Cuba, por haber nacido en cuna de una acomodada familia, admirado por su talento e hidalguía, el joven abogado que amaba entrañablemente a su esposa Amalia, no dudó en abandonarlo todo para partir hacia la contienda independentista.
La hazaña del rescate del patriota cubano Manuel Sanguily, es uno de los episodios más admirables de la Guerra Grande, por cuanto solo con 35 hombres y a puro machete, libera a su compañero de lucha que se encontraba en poder de 120 soldados enemigos.
Esa heroica acción se inscribe entre los actos más relevantes del Ejército Libertador en su guerra contra los colonialistas, a la vez que puso en evidencia la beligerancia de los cubanos en esa lucha, lo cual trascendía las fronteras de la patria para llegar a otras naciones a fin de lograr el apoyo moral y el reconocimiento internacional.
Por Rafael Labrada Díaz
Este segundo domingo de mayo, el cementerio Vicente García, de la ciudad de Las Tunas, se vistió de blanco para recibir a un inmenso mar de hombres y mujeres que, con ramos de flores en sus manos, fueron a rendir tributo a mamá en este Día de las Madres.
Las estrechas y caprichosas callejuelas trazadas al azar y encargadas de cubrir el espacio entre tumba y tumba estaban repletas de familiares de quienes ya no están físicamente entre nosotros, pero se encuentran insertadas en el corazón de sus hijos, hermanos, hermanas, padres y madres, en fin, en el de todos.
Sobre el campo santo caía una lluvia de recuerdos sobre la mente de los allegados, para convertirse en lágrimas que, al rodar lentamente por la mejilla, lavaba el dolor por el ser querido desaparecido, pero con la conformidad de que en vida se hizo lo mejor en aras de lograr su bienestar.
Con motivo de la fecha, trenes de ómnibus repletos de pasajeros llegaban y salían hacia diversos puntos de la ciudad, para prestar un inestimable servicio a la población citada por el deber y el amor al cementerio Vicente García, donde decenas de comerciantes ofertaban flores de una variada policromía.
Hoy, una flor en una tumba, es la genuina expresión del más tierno cariño y recuerdo imperecedero de los hijos a las madres ausentes, recuerdo que no se borra aunque pasen los años y surjan nuevos tiempos y acontecimientos familiares.
La muerte nos arrebata despiadadamente a nuestras madres como algo de extrema naturalidad, pero nosotros jamás aceptamos la pérdida de la progenitora de los días en que vivimos y, en la mente, llevamos por siempre la ausencia irreparable.
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